"¿Y qué hay en Camarones?"


Playas desoladas en las afueras de Camarones

Alejada de todo, extremo final de una recta de 70 kilómetros desde la ruta nacional 3, en la Patagonia argentina, Camarones recorta su horizonte con sus anchas calles de piedra, una franja azul de mar y su viento frío del sur.

En este pueblo de la provincia del Chubut, que hizo famoso en los últimos años el excéntrico cocinero Francis Mallmann, se encuentra la tranquilidad. Y para matar este lugar común, cabe citar la pregunta que casi todos, con un poco de sorna, me hicieron en la Patagonia cuando les conté de este destino: "¿Y qué hay en Camarones?".

El museo Juan D. Perón, en el lugar donde estuvo su casa
La primera impresión es que este pueblo de unos 900 habitantes no hay nada. Y eso ya está muy bien. Calles de ripio que bajan violentamente hacia el mar, una pequeña estación de servicio (gasolinera), el museo de Juan Domingo Perón, un puerto casi inactivo, una torrecita de estilo castellano.

Algo habrá encontrado Simón de Alcazaba y su tripulación, cuando el 9 de marzo de 1535 se decidió a fundar aquí la provincia de Nueva León, la que no duró más que un suspiro. El otro hito histórico de Camarones es haber sido el pueblo en el que vivió el tres veces presidente argentino, cuando tenía entre 5 y 8 años. Hoy, un museo muy completo recuerda más su gobierno que esta etapa de su vida, en el lugar donde estaba emplazada su casa, que se quemó por accidente en la década del '70.

Cómo llegar
Más emocionante que la recta hacia la ruta nacional 3, es llegar a Camarones por la ruta provincial 1, desde Punta Tombo. Son unos 120 kilómetros de curvas, algo de vista al mar, y decenas de ovejas y guanacos para esquivar. "No hay señal de celular, servicios, no pasan autos, no hay nada", advierten en la zona. "Tené cuidado con las martinetas porque te rompen la parrilla (del vehículo)", agregan. Por ese camino el único signo de civilización es Cabo Raso, en donde se comprueba que sólo hay ruinas, un intento de camping, y un hermoso mar desolado.

Para alojarse en Camarones, está el Indalo Holiday Inn, o las cabañas "Bahía del Ensueño" y el hostel frente a la plaza. También hay un cámping municipal. En enero de 2012, según datos oficiales, pasaron por el pueblo unas 1085 personas durante todo el mes; es temporada alta, claro.

En el pueblo no hay pescado fresco. "En casa de herrero...", comenta una vecina, empezando el refrán. Para abastecerse de comida, hay algunos supermercados o almacenes, y la Casa Rabal, de Ramos Generales, abierta desde 1901 (pero ya no los sábados después de las 13). Tampoco hay peluquerías, hace cuatro o cinco años que existe la red de gas natural y la señal de los celulares suele ser mala. En enero, claro, está todo lleno con la Fiesta Nacional del Salmón.

El escudo de Camarones y el torreón que recuerda la fundación de Nueva León


















Para comer bien, frente a la plaza, está el restaurante "Alma Marina", donde recomiendo las empanadas de salmón. Un buen plan es abastecerse de ellas a la mañana y partir para las playas desoladas, hacia Cabo Dos Bahías, en dirección sur. Por allí, cerca de "Caleta Patón" o "Caleta Pedro", sólo se destaca la casa de un artista francés, que pagó a los vecinos del pueblo generosamente para que lo ayuden a levantarla.

A 19 kilómetros de ripio, entre pequeñas bahías, caletas y más guanacos, está la pingüinera de Camarones, con entrada gratuita (hasta enero de 2013 era así) y miles de ejemplares de la variedad magallánica de esta especie, que aquí aparece mucha más amistosa que en Punta Tombo.

Un poco más allá, a unos 80 kilómetros por la misma ruta de ripio, está Bahía Bustamante, por donde también estuvo cocinando Francis Mallmann, auspiciado por el Gobierno del Chubut. La ruta se corta unas decenas de kilómetros más allá, y hay un proyecto para terminarla (¿quizás asfaltarla?) hasta Comodoro Rivadavia.


Guerra de pingüinos machos en la pingüinera de Camarones








Estampida de ovejas en la ruta provincial 1



       





Juanchaco y Ladrilleros, playas aisladas en el Pacífico colombiano

    Atardecer en la playa de Ladrilleros
No se me tiene que ir el año, aunque este blog sea atemporal, para empezar a hablar un poco de Colombia. Lo primero que hay que decir, casi como una respuesta a todos los que me advirtieron con un "tené cuidado" antes de viajar, es que en Colombia se puede viajar tranquilamente por tierra. Y no pasa nada.

Y eso, aunque suene raro, es algo que los colombianos repiten mucho. "No era igual hace unos 5 ó 6 años", explican. Es algo para destacar, de un país que internacionalmente tiene una mala imagen por sus décadas de conflictos armados, cuestión que los colombianos se empeñan por averiguar. "¿Y qué imagen tienen ustedes de nosotros?", suelen preguntar.

En este post vamos a dedicarnos a unas playas del Pacífico, ocultas para el visitante extranjero y muy conocidos por los caleños, los habitantes de Cali, la ciudad más grande del sur.

Juanchaco y Ladrilleros suenan juntas en las crónicas de viaje, con nombres tan raros como diferentes. Ninguna de ellas tiene entrada en Wikipedia, lo que suma mayor misterio a algo que no tiene demasiado de curioso.

Vamos al grano: no son destinos turísticos tradicionales, pero sí lo son para la gente del Valle del Cauca. Sobre todo, entre fines de diciembre y enero, y también en junio y julio, cuando las playas se llenan. "Puede haber entre 8 y 9 mil personas", dice Óscar, administrador de uno de los hotelitos de Ladrilleros. Es difícil creerle, porque cuesta pensar cómo en estos balnearios cada vez más "comidos" por el óceano, puede caber tanta gente.

Para hacer una descripción rápida. Se trata de dos playas -en rigor, Juanchaco sólo tiene muelle y un pequeño puerto- algo selváticas, con caminos de tierra sólo mejorados con grandes fragmentos de piedra, y en las unos pocos centenares de habitantes se dedican a recibir turistas, a pescar y servir mariscos, o a jugar a las cartas -al rummy- o al dominó, en algún "estadero". Casi no hay coches y la gente se mueve en moto o en tractores. Incluso, el visitante puede cruzarse con muchos paisanos moviéndose descalzos, especialmente si llueve, o en "chanclas" (ojotas).

Cuando llega la noche, la temperatura puede llegar a descender por debajo de los 20 grados, razón que para los lugareños es suficiente para ponerse una ruana arriba de las camisetas a fin de abrigarse. Ahí es cuando aparece el aguardiente para calmar el "frío".

¿Cómo llegar?. Si bien no es una isla, la ausencia de caminos hace que sólo se pueda llegar hasta Juanchaco partiendo en lancha desde la ciudad-puerto de Buenaventura. El viaje, muy movido y para el que se recomienda no comer antes, dura unos 40 minutos y su boleto sale $52.000 colombianos, algo así como 28 dólares, ida y vuelta. Para ir a Ladrilleros, a unos 5 minutos, se puede tomar un tractor por unos $2.000 colombianos (un poco más de un dólar) o una taxi-moto.

La otra forma de llegar es por el aeropuerto militar que hay en Juanchaco, aunque obviamente no es para turistas. Por las noches pueden escucharse helicópteros del Ejército sobrevolando costas y zonas selváticas. "Eso es lo que hacen con nuestros impuestos", bromea Óscar, y cuenta que en algún tiempo se rumoreaba de la existencia de grupos armados en la zona, aunque nunca nada pasó. Juanchaco y Ladrilleros son turísticos apenas hace unos 15 años.

Sí, como muchos colombianos, Óscar repite: "Antes, señor, era muy raro que alguien se animara a subir a un autobús para irse desde Buenaventura a Nariño. Nadie quería ir". Y la emprende contra las Farc, mientras espera el final de los comerciales para seguir viendo la novela en Caracol TV, un poco después de las 7 de la noche. 





 El "coco loco" se sirve con ron, aguardiente y whisky, y "una lata de leche condensada", como para "bajarlo" un poco. Y se puede tomar a las 11 de la mañana, claro. También se pueden probar la colada y el raspado, y algún helado. La playa suele crecer mucho durante el mediodía, cuando es marea alta, y casi llega a desaparecer.

En Juanchaco no hay coches y la gente se mueve a pie o en moto


Un párrafito aparte merece Buenaventura, una ciudad de unos 300 mil habitantes repartida en decenas de avenidas y calles destartaladas, cargada de motos y "busetas" (minivan), el puerto más grande de Colombia por el volumen de carga que mueve. Muy húmeda y calurosa, en Buenaventura el "mar" marrón recorta el horizonte con islotes tupidos de vegetación y enormes barcos que esperan ingresar al puerto.




  El faro de Buenaventura guía los barcos para mover el 60% de la carga que ingresa a Colombia

Guayaquil y Cuenca, el mar y la sierra de un mismo paisito

 Vista del cerro Santa Ana, desde el faro de Guayaquil

Comparar puede resultar molesto para quien es sometido a la contienda, pero valgan las disculpas para nuestros amigos por esas latitudes. Si Guayaquil es cálida, Cuenca es fresca; si en Guayaquil hay playas, en Cuenca hay sierras. Si la gente habla a los gritos en la primera, en la segunda son más acallados.

Hasta ahora, todas obviedades geográficas. Y lingüistícas. Para más: las dos ciudades son primera y tercera, en orden de importancia, en el ranking de las ciudades ecuatorianas. Crecen a expensas (y a espaldas) de Quito, la gran capital, aunque segunda en población.

Pasear por Guayaquil, en cualquier época del año, tiene que hacerse con una botella de agua en la mano. Y no para parecer gringo, si no porque realmente es necesaria: siempre es verano. Las vendedoras en la plaza Centenario, la que corta en dos a la Avenida 9 de Octubre, las ofrecen a 0,50 dólares. Y bien frescas.

Botella en mano, usted puede recorrer esta avenida restaurada hace algunos años, cuando todo era un montón de puestitos de vendedores ambulantes, según me cuenta un amigo. No se asuste con el tránsito alocado, así es Guayaquil. También puede detenerse en algunos de los bancos y sentarse a tomar un poco de sombra, necesaria después de las 11 de la mañana.


Pero no tiene que dejar, señor lector, de ir al Malecón. Para eso no hace falta desviarse mucho: sigue caminando por la 9 de Octubre y, allí cuando se encuentra con el momumento en el que Simón Bolívar y José de San Martín se dan la mano, ya llegó a esta hermosa explanada. El "Malecón 2000", otrora nido de rufianes, fue restaurado ese año por el estado de Guayas, gracias al aporte de un montón de gente que puso plata para hacer un sitio turístico. Es un ejemplo de que las cosas pueden mejorarse, para bien.

Y si quiere ver más cambios "para mejor", usted puede seguir caminando por el Malecón y terminar subiendo el cerro Santa Ana, hasta el faro de Guayaquil. Son casi 500 escalones -atención fumadores y cardíacos- pero hace bien ver cómo se regeneró -explicitamente, hay fotos que muestran el cambio- una zona empobrecida en un montón de bares y restorancitos en donde se puede disfrutar de buena música y una cerveza bien fría, contemplando el paisaje. Da gusto ver desde aquí a toda la Guayaquil, la Perla del Pacífico.  Al bajar, tiene que pasar por el barrio Las Peñas, y tomarse todo lo que encuentre.


 

Desde el cerro Santa Ana, se ve casi todo Guayaquil, la perla del Pacífico







Arriba: el viejo edificio del Banco Territorial en el viejo Malecón, dentro del Parque Histórico. También el Río Guayas, un remanso amarronado sobre el que se construyó Guayaquil




 Un desayuno "guayaco": bistec de carne, con tortilla y patacones. En el Parque Histórico de Guayaquil pueden verse papagayos y mapaches, entre otros bichitos.





Y Cuenca, sí, es otra cosa. Otro aire, otra gente. Otro clima, otras comidas. En Cuenca -de poco más de 400 mil habitantes- el argentino se siente como cuando va de Buenos Aires a Córdoba. Se respira más fresco y se cansa uno: está a 2500 metros a nivel del mar. Para llegar desde Guayaquil, apenas a 250 kilómetros, hay que atravesar la cordillera, subir hasta los 4000 metros y pasar por el encantador Parque Nacional de Las Cajas.


 La catedral de Cuenca, con aires medievales, es el templo más grande de Ecuador

La ciudad tiene un aire más señorial, más imponente, más religioso y hasta más ricachón, digamos. La gente, con acento más "aperuanado", si se permite la expresión. Casas de tejas españolas con techo a dos aguas, aunque nunca hay nieve. Señoras que llevan a sus hijos colgados a su espalda, como en la puna. Iglesias imponentes y callecitas estrechas, sembradas de tiendas de sombreros. "Es una artesanía for export", me cuenta un amigo periodista cuencano.

Y agrega: "Acá hay un fenómeno raro. El de los gringos jubilados que se vienen a vivir por aquí. Me dicen que se está gestando una asociación, porque ya son muchos".

El otro fenómeno raro lo aportan los propios ecuatorianos emigrados del país. Cuenca es la ciudad que más ha aportado al exilio económico del Ecuador, un país desmembrado por los que huyen a tierras más venturosas y tranquilas. Dicen que hay 300 mil cuencanos que están allí por Estados Unidos, España, Europa. ¿Y qué hacen desde el exterior?. "Están mandando plata para hacerse la casa de sus sueños, en las afueras de la ciudad. Pero la hacen al estilo norteamericano, con todo el lujo. Y son casas que hoy tienen cabras y vacas", se sorprende mi amigo.






Tres imágenes de Baños, uno de las localidades residenciales para alojarse en Cuenca. Se llama así por los baños termales. Arriba, el barrio La Escalinata, con su virgen.















 
El Parque Calderón, "plaza central" de Cuenca, con sus palacios señoriales y la vista a la iglesia de San Blas, por la calle Simón Bolivar.



El río Tomebamba atraviesa la ciudad un tanto caudaloso.